Un presente que se vive inmediatamente como un pasado, casi antes de que suceda. Una despedida que dispone imágenes especiales, para los protagonistas y –la clave de la seducción de este arte– también para el espectador; imágenes que tienen peso porque importan: un metegol, un edificio muy angosto, calles ignoradas hasta que se sabe que no volverán a ser transitadas. Mi última aventura es una anomalía tal que hasta se permite en parte ser bressoniana y a la vez tener mucha música, y que esa música tenga sentido y persista, y que ayude con emoción a dar forma a un ejemplo cabal, a un ejemplo que porfía, a un ejemplo que nos dice que el cine tiene pasado, presente y –todavía– futuro. No es esta la última aventura. Javier Porta Fouz